Imágenes abatidas. Del referente a la multiplicidad temporal. Lo fotográfico en la era de la postfotografía
- Torres Jurado, Juan Torres
- Esperanza Guillén Marcos Director
- Gabriel Cabello Padial Co-director
Universidade de defensa: Universidad de Granada
Fecha de defensa: 08 de xuño de 2018
- Ignacio Luis Henares Cuéllar Presidente/a
- María Luisa Bellido Gant Secretario/a
- Amanda Núñez García Vogal
- Jesús Carrillo Castillo Vogal
- Francisco Baena Díaz Vogal
Tipo: Tese
Resumo
El presente trabajo pretende dar cuenta del estado de la fotografía contemporánea mediante un ejercicio de crítica práctica. Su objetivo es mostrar, a través de una serie de ejemplos clave, cómo la fotografía actual se ha desentendido de la ontologización del referente que operaba en la noción del «instante decisivo» (por utilizar la expresión asociada a Cartier-Bresson), noción que ha informado a toda la historia de la fotografía en tanto que su indexicalidad constitutiva la convierte en registro (y testigo) de una realidad exterior, y que seguía anidando en el «esto ha sido» que Roland Barthes desarrolló como noema de la fotografía en La Cámara Lúcida (1980). Precisamente el texto de Barthes supone una especie de bisagra don- de el sentido la fotografía es invertido en la dirección de un espectador que se proyecta en ella (el «punctum» me punza a mí, espectador, en virtud de mi memoria o mi deseo, pero no es necesariamente algo objetivo que los de- más puedan reconocer) y, sin embargo, resulta al mismo tiempo estabilizado en el sentido de la rearmación de un referente registrado. El trabajo pretende situarse un paso más allá de este (segundo) movimiento estabilizador de Barthes, es decir, que pretende comenzar en el punto en que el referente queda escindido en dos elementos: en huella y en pantalla de proyección de la memoria. A partir de esta escisión, planteo que la fotografía toma como material básico el tiempo, el tiempo del movimiento a la ruina que implica toda huella y el tiempo de la memoria (la representación que es la psique en tanto que significante nunca actualizado) del espectador. Si las fotografías continúan hoy siendo documentos históricos ello es, pienso, porque son imágenes del tiempo. Las diversas inexiones que la fotografía como imagen del tiempo ha ido adquiriendo en las últimas décadas serán recorridas en este trabajo siempre a través de ejemplos concretos. Desde la búsqueda mnemotécnica del montaje de Elina Brotherus en torno a Satie (Large de veu. Homage à Erik Satie, 2006) o la quietud y la verticalización que transforman el sentido del tiempo en las vistas del mar de Hiroshi Sugimoto (Mar Caribe. Yucatán. 1992), hasta el simultaneísmo entre representación y experiencia efectiva postulado por The Clock (2011) de Christian Marclay, este texto no hace sino perseguir, cartografiar, tales inexiones en el horizonte contemporáneo de una experiencia acelerada. Tal recorrido cartográfico se vertebra a partir de una serie de etapas definidas por fotógrafos y obras concretas. Así, la percepción del movimiento (sin el cual no hay tiempo, pues éste no está compuesto de «ahoras», de partes, sino que desde Aristóteles es indisociable del movimiento) como ruina de la percepción primera se muestra a partir de la fotografía de Don McCulin (The Bogside. Londonderry, Northern Ireland -1971), donde la fotografía es marca, registro de dos “ahoras”, de una historia en movimiento; y así, la presencia implícita del observador en el tiempo lo hace a partir de la de Yann Gross (Avalanches, 2011), en la que una montaña que estalla permanece en cambio congelada, formalmente asociada con una escultura blanca formada por la nieve. Pero si es que el espectador está en efecto implícito, ello es en la medida en que debe permanecer inmóvil ante la corriente (en ello consiste el per-curso), en que debe replegarse para que emerjan la con- ciencia del tiempo y la experiencia. Los contornos últimos de ésta pueden testarse en la cartografía del límite de la civilización (que es como decir del tiempo en que se construye la experiencia) del proyecto Not to be Image (2015) de Albert Corbí, o, dado que el material de que está hecho el sujeto es el tiempo, en la detención que en la última fotografía de La Vertigine (2010) de Federico Clavarino asocia vértigo de la interrupción y miedo a la muerte: desde la caída, desde el pecado, dirá Kierkegaard, estamos condenados a contar los momentos como instantes, condenados a la muerte, al vértigo. Si el material de la fotografía (como el del sujeto) es el tiempo, no es entonces de extrañar que un elemento recurrente en su práctica sea el retorno. El retorno permite que no todo esté perdonado de antemano; que, como señala Kundera, no se abandone la condena del tiempo de Hitler por el mero hecho de que coincide con el de los recuerdos de infancia de uno. Una serie de fotógrafos que han trabajado sobre la repetición me han permitido explorar las condiciones de la aparición de una cesura en el blo- que repetido del pasado, una cesura construida a partir de ese elemento doloroso que hace que el sujeto se constituya como despliegue de la psique en tanto que significante (o sea, como representación que parte de un ahora singular) en busca de sentido. Los personajes fotografiados por Bryan Schutmaat (Grays the Montain Sends, 2013) se mimetizan, resignados, en el contexto: pasado (representación, posibilidad) y presente (acontecimiento, significado) se unifican en un bloque con pretensión de eternidad. Asimismo, los personajes de la Italia de Martin Borgen (Italia, 2015) son los habitantes de un país sin tiempo. Pero éste es un país que sólo se parece al que Borgen cree descaradamente que fue. La repetición es aquí, extrañamente, singularidad. Pues repetir es también el modo de producir diferencias de lo mismo, de encontrar el sedimento en lo enmarañado, como magistralmente hace Anri Sala en Ravel, ravel, unravel (2013). La psique como representación en busca de otro adquiere especial relevancia cuando el tercer término social se hace explícito. Si sigue funcionando como prueba, la fotografía lo hace, como ha descrito John Tagg, sólo gracias al uso que el poder de los Estados hace de la cámara como elemento de vigilancia: las fotografías no son prueba de la historia, sino que ellas mis- mas son lo histórico. En la actualidad, donde la experiencia efectiva (y muy particularmente de la imagen) está cada vez más mediada por la inmensa fototeca que constituyen las redes sociales, repetir es conceder que el juicio del propio recuento corresponda a un número limitado de desconocidos (siempre dentro de unas reglas del juego, no se puede “compartir” digital- mente un olor): como hace Stephen Shore en Instagram, prolongándose en imágenes que cobrarán veracidad con su integración activa en el contexto de sus muchos miles de seguidores. Aquí comienzan las paradojas de la conexión digital. La primera, que la aparente multiplicidad de las redes es concomitante con la seguridad de la percepción que la fenomenología se ha ocupado de establecer. Si la continua confusión de Don Quijote era para Foucault la marca que separaba la locura y la poesía, dos espacios marginales de una episteme, la moderna, que no se basaba ya en similitudes,1 el fenomenólogo, sin embargo, no compara empíricamente diferencias, sino que reduce la experiencia individual a lo que podemos aprehender del mundo. Justo lo que los treinta millones de soles tomados de Flickr que Penelope Umbrico (30,240,577 Suns (from Sunsets) from Flickr (Partial) 03/04/16) yuxtapone parece imposibilitar: no hay experiencias diferenciadas, todos los atardeceres fotografiados se parecen, aunque sea desde la extrañeza de la similitud estética, dudosamente ajena a la semejanza connotativa de sus relaciones espirituales, a la duplicación que asegura (más que formula) la experiencia. Más ampliamente, el problema que emerge con la inclusión del tercer término social no es otro que el del Archivo. El archivo entendido como una marca, ni presente ni ausente, ni visible ni invisible, como una huella que remite siempre a su realización en otro. Es lo que se muestra en Cóndor (2014), donde João Pina fotografía los cuerpos de quienes fueron testigos del desarrollo del plan militar Cóndor; y es lo que teóricamente desarrolla el realismo especulativo con la noción de correlacionismo, que considera las esferas de la objetividad y la subjetividad como dependientes una de la otra. Tres imágenes permiten captar con claridad este fenómeno correlacional, de proyección de la subjetividad sobre una huella que interpela. Las dos primeras son científicas: la primera imagen de Marte que realizó la NASA (15 de julio de 1965) capta el instante de una roca en ruinas, es decir, desde el punto de vista de la subjetividad que lo contempla, el movimiento como ruina; la que la que la MRO realizó en 2006 es, en cambio, resultado de la interpretación de complicados algoritmos que miden variaciones de hume- dad o temperatura por un metaojo que colorea a partir de ellos, y muestra que la imagen, cuya formación requiere de un otro consciente, es correlativa, secundaria con respecto a la matemática. Aun en las imágenes de más alta resolución de Marte jamás realizadas, la verdad documental se alía con la capacidad de imaginar un mundo en el que nadie ha estado, a 105 grados bajo cero y con vientos constantes de 170 kilómetros por hora. Esas imáge- nes son una fundación, un mito. Y en ese sentido no di eren mucho de la tercera imagen de que nos servimos, cualquiera de las realizadas por Thomas Ruff (Sterne, 1989) interviniendo artísticamente sobre imágenes científicas del cosmos, pues, aunque éstas no busquen la objetividad científica sino que cuelguen en museos, constituyen igualmente interpretaciones de un mundo que nadie ha pisado. En la postfotografía ya no se trata de capturar la realidad, sino de crear una imagen. Dejando al lado la cuestión de la veracidad, está claro que lo importante no es ya el instante escogido, pues tal instante se cimenta en la intervención interesada sobre el relato. Puede de hecho, y retrospectivamente, decirse que el instante nunca fue en realidad decisivo, sino incisivo. Concentración de todos los tiempos. Y es esa concentración, la simultaneidad que implicaba, la que ha estallado en nuestro mundo, el de la modernidad acelerada, el que en algún momento se llamó la postmodernidad. Como señala Virilio, una vez incardinada la fotografía en un acto temporal, la simultaneidad se rompe, el mundo desaparece y es el artista quien resulta veraz, mientras que la fotografía es la que miente: en la realidad el tiempo nunca se detiene. La modernidad viajó de la mano de la explosión de los métodos de medida, y se fracturó con ellos: desde el empirismo renacentista (comprender mirando) a las prótesis que rompen la relación espacio/tiempo mediante la aceleración y a la inmensa fototeca del mundo digital, la imagen ha perdido la instantaneidad, la naturaleza de verdad empírica. Así, en el Rorschach Map (2016) de Salim Malla, los vidrios encarados sólo forman una imagen dependiendo del movimiento acelerado del espectador. En el mundo de la aceleración, el instante es lo que se logra negándola. La única salida a ese tiempo circular acelerado es producir una fractura, un instante personal que no espera de otro, como una partícula a la deriva en un inmenso vacío acelerado. Tanto más cuanto nuestro entorno imaginario está inscrito en la paradoja de la hiperconectividad y la soledad, grado superior del espectáculo (entendido, con Debord, como «lo que escapa a la actividad de los hombres, a la reconsideración y a la corrección de sus obras»). El viaje virtual es realizado desde casa, con una selva en el exterior efectivo, por parte de un Narciso sin sosiego que se inquieta pues ningún discurso teórico ya lo tranquiliza (Lipovetsky). En la exposición New Documents (1967), Garry Winograd, Lee Friedlander y Diane Airbus mostraban en 90 fotografías que el verdadero documento, la verdad decisiva e instantánea, ocurría en el interior de cada uno: asco y hastío interior frente a la desidia y el olvido exterior. Con la globalización, un niño (quizá ya muerto) de una campaña de ACNUR se yuxtapone a la delgadez de una modelo de H&M: dos fotografías; ambas ciertas, ambas no. El ob- jeto ya no es más que un punto de salida, rodeado de un halo de pasado. En un mundo flexible donde, como describió Richard Sennett, la vida cotidiana ya no se rige por un principio acumulativo, se pierde el con- trol, y se sufre por ello. En la anorexia, el paciente preocupado por su gura se entrega a la representación, a la simulación, como si la anorexia fuese el suplicio (penal, ritualizado, diría Foucault) de la dictadura de la imagen. La prisión que es el cuerpo del anoréxico no estipula un dolor físico (paliable, reconducible en el tiempo), sino el dolor de la no pertenencia: el enfermo reconoce su propia incapacidad y sufre por ello, ése es el suplicio. Y esa incapacidad es, justamente, invisible, no es documentable fotográficamente: fotografiar desastres o cuerpos mutilados no proporciona imágenes del dolor. Ninguna imagen va a parar una guerra, pues el paradigma disciplinario se ha sustituido por el del rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer (no bloqueado por la negatividad de la prohibición). En este sentido, las fotografías de Michael Ackerman en Half Life (2009) constituyen, al mostrar la media vida que es un ser vivo, un acto de resistencia. Half Life muestra que es necesario un entorno adecuado para que la historia personal ocurra, para que comparezca la otra media vida que falta. Limitado al cuerpo, un cristo paree una mujer desnuda, acaso anoréxica, con un brazo que parece invitar a un extraño abrazo. A medias sagrado, a medias sexualizado, el cuerpo ejercita un acto incomprendido: sólo queda el dolor de resistir. Y resistir es, en el fondo, la posibilidad de realizar un acto de sus- pensión en un presente cuyo tiempo que carece de un ritmo ordenador. Fuera de foco, los seres de la noche, insomnes, escapan al tiempo cumplido del simulacro. Las malas noches de Antoine D’Agata (México, Morelia. 1998) son como una «pelea de gallos», como una «cicatriz en el vientre»; es decir, carecen de eternidad. Verdad del instante, que se completa cuando en algún momento de su trayectoria se tropieza con otro que realiza su propio recorrido (Lévinas ha escrito que esa verdad «se promete»). Que debe, por tanto, escapar a la lógica de una ciudad que no se demora, que no espera al paseante a la deriva sino que impone patrones según un estándar publicitario globalmente moldeado. Cuando Takashi Homma realizó Tokyo Suburbia (1998) mostrando la conversión de la ciudad en un lugar común, las multinacionales de comida rápida instaladas en las zonas residenciales de la clase media trabajadora, captó un mundo que diecisiete años después parece tétrico. Y lo parece porque el instante no encaja con la representa- ción, con la mejora (el rendimiento) constante de la representación: sólo puede ser representación simulada. La acumulación y la promesa sin de- tención nos deja como ante el diluvio, incapaces de distinguir cada gota, en una amnesia provocada por la incapacidad de distinguir el valor de imágenes nunca desechadas. El empeño de nuestro mundo es el de mantener un permanente estado de transición que, como señala Jonathan Crary, no implica ninguna necesidad de ponerse al día. Vivir de acuerdo con el futuro, vivir a crédito, señala Safranski (generando en el presente endeudamiento y destrucción del medio ambiente), provoca una inversión: no es ya la muerte la amenaza inexorable, sino la vida misma la que se manifiesta como una pesadilla, como una condena. El paciente, es decir, el enfermo, vive en la posibilidad de reconocimiento que reside en la espera del futuro. Sin mover- se, como quien sabe que cualquier movimiento agravaría su lesión. Frente a ello, se hace necesaria una lectura que se haga cargo de la simultaneidad propia de un sujeto filtrado por la multiplicidad que implica el recuento, que se haga cargo de que es a la vez cuando Alicia se vuelve mayor de lo que era y se hace más pequeña de lo que se vuelve, en el momento en que digo “Alicia crece”, como señala Deleuze. La última parada de este trabajo se sitúa, así, en la imagen-mutua de Deleuze, en la que el presente «tiene que pasar al mismo tiempo que está presente». El tiempo es aquí concebido como una escisión que se ve en la imagen-cristal, donde el pasado cohabita con el presente prolongándose de una forma no cronológica, no impuesta: a cada instante el tiempo se ve en el cristal en su escisión, como presente que pasa y como pasado que queda. En The Clock (2011) de Christian Marclay, un vídeo monocanal de 24 horas de duración, el tiempo que se muestra en un collage fímico de relojes (sitos en muñecas, en paredes, en el suelo...) consultados por actores y actrices deslumbrantes coincide siempre con el del reloj que está en la mano del espectador. Gracias a la postproducción, el cine se vuelve simultáneo con la realidad. Si la exposición no es el lugar del happy end del trabajo artístico, sino un «Lugar de producción» (Bourriaud) que pone herramientas a disposición del público, cada vez que The Clock se expone en el mundo Marclay está poniendo a disposición del público el tiempo. No hay fallo: el tiempo simulado del cine no ocurre sólo en las películas, sino que asalta el tiempo real de la vida del espectador; la apropiación va más allá del producto cultural, pues no podemos saber cuándo acaba la película, que además continuará midiendo mi tiempo cuando duermo. No hay n, no lo habrá, en esta hegemonía del presente a la que ha contribuido la fotografía. Al igual que, señala Safranski, en nuestro mundo el espacio parece desaparecer en una especie de túnel donde el tiempo pasa sin notarse, donde los esfuerzos para alcanzar un lugar alejado desaparecen, la fotografía, como ese túnel ella misma, ha acortado las distancias de la disyunción de la imagen-mutua, esa imagen donde el pasado cohabita con el presente para prolongarse en sí mismo de una forma no cronológica, no específica, no marcada, no impuesta. Donde a cada instante el tiempo se ve en el cristal en su escisión, en su doble recorrido; el presente que pasa y el pasado que queda. Esa escisión capaz de hacer emerger, de nuevo, el instante.