Propiedad y patrimonio digital

  1. HIDALGO CEREZO, ALBERTO
Dirigida por:
  1. Rosa Adela Leonsegui Guillot Directora
  2. María Paz Pous de la Flor Directora

Universidad de defensa: UNED. Universidad Nacional de Educación a Distancia

Fecha de defensa: 06 de octubre de 2020

Tribunal:
  1. Ignacio Gallego Domínguez Presidente/a
  2. Fátima Yáñez Vivero Secretaria
  3. María del Carmen Mingorance Gosálvez Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 637973 DIALNET

Resumen

I. La revolución digital ha supuesto un cambio muy significativo para nuestra sociedad. Esto tiene su reflejo en cuestiones esenciales para el tejido socio-jurídico –propiedad privada, herencia, goce y disposición sobre los bienes, obligaciones y contratos, condiciones generales de la contratación, mercado y competencia, consumidores y usuarios, etc.–, dando vida a nuevos bienes jurídicos dignos de protección –interoperabilidad, neutralidad tecnológica, nuevas formas de goce, derecho al olvido, portabilidad de contenidos, etc.–. En este momento cobra relevancia la válvula de autorregulación que nos brinda el artículo 3 CC, a fin de poder adaptar la aplicación de las normas a todos estos cambios, pues permite interpretarlas conforme a “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas”. El derecho evoluciona junto con la sociedad. Esa evolución sigue una larga tradición jurídica, y ni internet ni el ecosistema digital son completamente ajenos a ella, como nos recuerda el art. 79 LOPDGDD. II. Todo ello resulta relevante desde una óptica de Derecho Civil, en particular, respecto de los efectos jurídicos que produce una actividad totalmente cotidiana, pero que puede pasar muchas veces desapercibida: la compraventa de contenidos digitales, infravalorada y empequeñecida bajo la apariencia de microtransacciones. La cuantía de estas operaciones es tan exigua que, por sí solas, no se repara en ellas a título individual. Pero cuando se observa el fenómeno con una perspectiva global, la suma de ellas constituye una fuente de negocio de decenas de miles de millones de euros anuales para las industrias culturales –música, audiovisual, literatura, software, videojuegos, etc.– a nivel mundial. Así, la propiedad intelectual ha experimentado un cambio de una magnitud similar a la que produjo, en su momento, la invención de la imprenta de tipos móviles de Gutenberg, De igual modo, las obras obtienen unas posibilidades de explotación imposibles anteriormente, de tal forma que la compraventa de ejemplares físicos no es ya la principal vía de remuneración al autor ni de recompensa al talento. Continuará siendo importante, pero compartirá relevancia con todo un abanico de formas de explotación del talento: alquileres, suscripciones, modelos freemium, streaming, free-2-play, creación de masa crítica de usuarios, monetización a través de anuncios, a cambio de datos, etc. III. La gran diferencia es que los modelos apenas citados no producen transferencia de la propiedad –no generan agotamiento de derecho–; pero la compraventa, por su propia naturaleza jurídica, es un contrato que sí debe transmitir la propiedad del ejemplar, también en el medio digital. Así lo declaró el TJUE en la sentencia del asunto C-128/11 Oracle vs. Usedsoft. Aquella resolución pionera se refirió únicamente a programas de ordenador, que, a pesar de ser un tipo de obra protegida por el derecho de autor, goza de su propia lex specialis –Directiva 2009/24/CE–. No obstante, consideramos que el mismo principio sobre el que se basa dicha resolución –equivalencia funcional y económica en el medio digital con las compraventas en medios físicos tradicionales– es aplicable al resto de obras protegidas por derecho de autor –Directiva 2001/29/CE– que se comercializan en línea –música, películas, libros, etc.–, toda vez que los programas de ordenador se encuentran asimilados a las obras literarias, tal y como establecen los artículos 4 y 3 del Tratado de la OMPI sobre Derecho de Autor (WCT), suscrito por la Unión Europea; y, por remisión directa y expresa de estos, al artículo 2 del Convenio de Berna, recibiendo todas ellas idéntica consideración a efectos de derecho de autor. Por consiguiente, consideramos que la adquisición de este tipo de obras en el medio digital también debería verse sujeta al agotamiento de derecho, transmitiendo la propiedad del ejemplar al legítimo adquirente, de forma equivalente a como ocurre en la realidad física tradicional. La paulatina adquisición a lo largo de la vida de contenidos digitales –al igual que cualquier otro tipo de bienes físicos– dará lugar a una parte de nuestro patrimonio: el patrimonio digital, que los menores comenzarán a construir durante su infancia. Todo ello sin olvidar que es primordial que la ley garantice un elevado nivel de protección a los autores, a fin de promover la remuneración al producto del intelecto y de incentivar la creación artística. Todo lo anterior conduce a que, a la vista de que la realidad de mercado, tecnológica y social de 2020 no es la de 2001, parezca a todas luces no solo necesario, sino casi perentorio, afrontar una actualización de la Directiva 2001/29/CE para ajustar el ecosistema legal a la realidad cotidiana. IV. Asimismo, cuando el negocio jurídico efectuado sea una compraventa, y uno de los implicados sea un consumidor, deberán garantizarse sus derechos esenciales, que incluyen, entre otros, la efectiva protección de sus intereses económicos –artículo 8.b) TRLGDCU–. Entendemos que la propiedad, como derecho constitucionalmente reconocido –artículo 33.3 CE–, y protegido por el artículo 17 CDFUE, forma parte básica de ellos, así como del elevado nivel de protección al consumidor que consagra toda la normativa comunitaria –38 CDFUE, 3.3 TUE, y 4.2.f), 12, 114 y 169 TFUE.–. Por consiguiente, la conclusión es que el goce de los ejemplares digitales adquiridos debe ser pleno y libre –como cualquier otro bien, siguiendo lo preceptuado por el artículo 348 CC–, siempre que no se invadan las prerrogativas de los autores –reproducción, distribución, comunicación al público, etc.–. Más concretamente, y en particular, debe darse respuesta a las restricciones relativas al ius disponendi de los legítimos adquirentes de ejemplares, ya que suponen la implementación de una suerte de feudalismo digital que recupera la vetusta distinción entre dominio eminente y dominio útil. El único motivo para que exista una licencia es que sea necesario recabar un permiso especial para llevar a cabo algo que, de otra forma, no puede hacerse. La propiedad es el derecho de gozar y disponer de una cosa, sin más limitaciones que las establecidas en las leyes, y quien ha adquirido legalmente el ejemplar –corpus mechanicum– no puede verse perturbado en su uso y disfrute ni en su derecho a disponer de él –ya sea inter vivos o mortis causa–. Sí será necesaria autorización para realizar actos que están fuera de su esfera de posibilidades, es decir, las del corpus mysticum, las facultades propias del autor: derecho de reproducción, distribución, comunicación al público, etc. Para esas acciones sí se precisará un contrato de licencia que regule su ejercicio, pero no para el normal goce, uso, disfrute, disposición y cualesquiera otras operaciones que puedan efectuarse sobre el ejemplar y que no invadan expresamente las referidas prerrogativas propias del derecho del autor. El exceso de celo en el control sobre cómo un legítimo adquirente usa y dispone de su bien, afecta de lleno al ius utendi y al ius disponendi del propietario, caracteres esenciales de la propiedad. Incluso, pueden llegar a deformar la figura a través del uso de licencias impuestas a través de condiciones generales de la contratación, cuando se les impide disfrutarlos en los dispositivos de su elección, y con las posibilidades propias de su singular naturaleza, extraordinariamente flexible y maleable; o venderlos, donarlos, legarlos, heredarlos, prestarlos, etc., negocios jurídicos totalmente frecuentes y posibles en la realidad física tradicional respecto a este mismo tipo de bienes –libros, discos, películas, software, etc.–. V. Estas (extra)limitaciones se imponen a los consumidores y usuarios a través de condiciones generales de la contratación manifiestamente desequilibradas, escritas en un lenguaje extraordinariamente técnico, con una extensión desmesurada, y que no alcanza los altos estándares de claridad y transparencia que exige la legislación sectorial. En esta materia, la evolución tecnológica también nos permite abordar con mayores garantías los principales problemas que presentaban las condiciones generales de la contratación clásicas. Así, hemos propuesto aquí la tesis del Triángulo de la contratación 3.0 o TEC: transparencia, equilibrio, consentimiento. Esencialmente, estos tres elementos interaccionan simultáneamente entre sí, de tal forma que una mayor transparencia en los clausulados contribuirá a evitar desequilibrios o abusos derivados de su oscurantismo. Asimismo, cláusulas más equilibradas y mayor transparencia en las mismas, favorecerán la información al consumidor, permitiendo la obtención de un consentimiento mucho mejor formado. A su vez, la capacidad de poder consentir o rechazar cláusulas individualmente, permite al consumidor interactuar con el empresario, devolviéndole parte de su capacidad de negociación. También, de este modo, se le permite rechazar cláusulas desequilibradas, observando sus consecuencias de forma instantánea, lo que redunda en mayor transparencia, pues puede configurar el contrato de acuerdo a su verdadera voluntad, y no meramente someterse al mismo de forma integral, adhiriéndose de forma llana y simple a lo impuesto por la parte fuerte del contrato. La implantación del RGPD ha servido para demostrar la viabilidad tecnológica de la obtención de un consentimiento granular o estratificado –es decir, específico para cada finalidad–, como demuestra, por ejemplo, la implementación del recabamiento de consentimiento para cookies en la navegación web. Valores como la transparencia, la claridad o el equilibrio no son privativos del RGPD, sino que también se encuentran ínsitas en el ADN de la normativa de consumidores y usuarios, resultando en una gran herramienta común para alcanzar los objetivos de alto nivel de protección e información necesarios en sede de consumidores y usuarios. VI. En concreto, debemos poner de manifiesto un claro rechazo al fenómeno que aquí hemos llamado “náufrago digital”, que conduce a que, si no se desea aceptar lo dispuesto en la novación impuesta por la parte fuerte del contrato, el consumidor se ve expulsado del servicio, impidiéndosele navegar por el mismo, perdiendo sus contenidos, incluso si hubiera pagado por ellos –especialmente, mediante el negocio jurídico de la compraventa–. Este efecto se produce cuando un operador del medio digital –proveedor de contenidos o aplicaciones, red social, servicio de suscripción, tienda de contenidos digitales, etc.– impone al consumidor, parte débil, una novación de las condiciones generales del contrato, colocando a este último ante una dicotomía insalvable: o bien la aceptación en bloque de las mismas, o bien la expulsión, con la pérdida de acceso a los contenidos que el usuario pueda tener en dicha cuenta. El consumidor en este escenario no se encuentra en su habitual posición de nulo poder de negociación, sino en una situación peor todavía, más allá de la adhesión pura y simple tradicional, sino que aquí queda privado de sus bienes –conculcando el art. 349 CC–, dejando al consumidor en esa posición de “náufrago digital”. Algunos remedios que pueden contribuir a mitigar este desequilibrio de fuerzas podrán sustentarse en la referida teoría de la contratación 3.0 o TEC, en la portabilidad de contenidos del Reglamento UE 2017/1128, y en las medidas de la Directiva (UE) 2019/770 para la resolución de contratos de suministro de contenidos digitales, particularmente gracias al reconocimiento de los principios de funcionalidad –uso y goce esencial del contenido digital–, compatibilidad –capacidad natural para funcionar en un entorno digital concreto–, interoperabilidad y neutralidad tecnológica, que permitan al consumidor tener una salida más proporcionada y razonable que perderlo todo. VII. La promulgación de la Directiva (UE) 2019/770 DCSCD y de la Directiva (UE) 2019/771 DCCVB han mejorado la regulación de las relaciones contractuales entre consumidores y proveedores de aplicaciones y contenidos digitales. Destacan entre sus principales logros el reconocimiento de nuevos bienes jurídicos dignos de protección, como la compatibilidad, la interoperabilidad, y la funcionalidad de los bienes digitales; la regulación de la obsolescencia inducida a través de actualizaciones perjudiciales al consumidor –a través de la falta de conformidad sobrevenida–, o, muy especialmente, la reconducción efectuada en fase de tramitación, en 2017, al objeto de evitar discriminaciones en la compraventa según se efectúe en el medio tradicional o digital, pues daría lugar a una dualidad de regímenes jurídicos contrarios a la seguridad jurídica y a la claridad para los consumidores y usuarios y empresarios. VIII. La propiedad digital no es más que el ejercicio que una persona debe poder efectuar de sus facultades de dominio ordinarias sobre una esfera de su patrimonio que se encuentra en el ecosistema digital, en plano de igualdad con la realidad física tradicional. Podría afirmarse que un bien digital es: todo aquel contenido que se encuentre codificado en señales binarias, y que por tanto requiere la intervención de una máquina para disfrutar o disponer del mismo. Por tanto, respondería a la noción de patrimonio digital: todo aquel conjunto de bienes digitales, adquiridos originaria o derivativamente por una persona física o jurídica, cuyo objeto se encuentre codificado en señales binarias, de tal suerte que no pueda utilizarse de forma directa sin un dispositivo que transforme dichas señales digitales en analógicas, haciéndolas perceptibles por el ser humano. Con esta propuesta de definición no pretende crearse una división artificial en el patrimonio, ya que éste es sólo uno. Lo que aquí se hace es aplicar el adjetivo “digital”, del mismo modo que se aplican otros calificativos, por ejemplo, “patrimonio inmobiliario”, “patrimonio artístico”, o “patrimonio ganancial”, al objeto de hacer subdivisiones que apunten hacia una determinada parcela del conjunto, a la vez que se realza su naturaleza. IX. La promulgación de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales ha servido para introducir en su artículo 96 el denominado “testamento digital”. Tal expresión resultaría técnicamente imprecisa pues, en realidad, el artículo 676 CC tan solo reconoce dos formas de testamento: “común o especial” –ológrafo, abierto o cerrado el primero; militar, marítimo y el hecho en país extranjero el segundo, ex. artículo 677–. Creemos que tal aproximación es la correcta, pues el testamento –al igual que el patrimonio–, como última voluntad del causante, en rigor, es uno solo, ya que no pueden coexistir una pluralidad de testamentos. El último siempre prevalecerá sobre los anteriores, y siempre bajo una única modalidad y una vocación claramente unívoca. Por consiguiente, el artículo 96 LOPDGDD no hace referencia a un nuevo modelo de testamento, sino, en realidad, a “disposiciones testamentarias sobre contenidos digitales”. A pesar de estas observaciones técnico-jurídicas, su oportunidad y utilidad práctica están fuera de toda duda, pues reconoce la existencia de un caudal relicto digital al que los herederos deben tener acceso –contenidos digitales no vinculados a la intimidad, como libros digitales, colecciones musicales o audiovisuales, software, cuentas en mundos persistentes, criptomonedas como los bitcoins, y todo aquello susceptible de tener valor–, mientras que se otorga una sencilla pero notable facultad de protección a los bienes digitales vinculados a la intimidad del causante –cuentas en redes sociales, correo electrónico, mensajería, etc.–. Todo ello configura un escenario mucho más garantista, que reconoce la transmisibilidad mortis causa de los bienes digitales, contribuyendo así al reconocimiento del patrimonio digital como una parcela más del patrimonio de las personas.